Por invitación –más bien por insistencia– de mis amigos de Silencio y Espiritualidad he alcanzado a redactar estas palabras, con el único fin de compartir algunos aspectos de mi experiencia espiritual, siempre tan precaria. No ha sido empresa fácil, he de decirlo, pues últimamente el don de la palabra parece evitarme. O acaso sea yo mismo quien lo rehúye, por razones que se me escapan.
Sea como sea –y aún sin ser yo teólogo y sin estar acostumbrado a comunicar las vivencias que jalonan nuestro andar por el angosto camino–, me ha parecido bien escribir acerca de una virtud, justamente aquella que, en este momento, ha venido a colocarse en el centro de mi vida espiritual. Y digo bien: en este momento, porque en sus correrías en pos del Amado, nuestro corazón, nuestro espíritu y nuestra mente van encontrando diferentes dones en los que asentarse. Y no creo que este fenómeno sea algo como una dispersión, una inseguridad o una volubilidad. Más bien, creo, el soplo del Espíritu nos va llenando de muy diversas formas, siempre en función de nuestras circunstancias, de nuestras caídas, de nuestros pesares y de nuestras alegrías.
Y ahora, en este momento, me parece lo mismo decir oración que decir humildad; y esta virtud, si queremos llamarla así, ha venido –sin yo saber muy bien cómo– a erigirse como regia columna que sostiene mi oración. Ciertamente, no tan regia, por cuanto nuestra disposición humilde se espanta y desaparece con una facilidad aterradora. A veces, como una chispa, el sólido cimiento de la humildad se desvanece, y entonces caemos en un abismo sin término del que nos parece imposible escapar.
Quizás la causa de esta debilidad esté en que la humildad es hoy y siempre un escándalo. Bien lo sabemos: "Pues mientras los judíos piden señales y los griegos buscan saber, nosotros predicamos un Mesías crucificado, para los judíos un escándalo, para los paganos una locura; en cambio, para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Mesías que es portento de Dios y saber de Dios: porque la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios más potente que los hombres". (1 Cor 1, 22-25).
Pero no quiero en modo alguno sermonear ni aconsejar, pues no estoy capacitado ni para el sermón ni para el consejo. Sin más pretensión, como decía, deseo compartir algunas apreciaciones de lo que acontece con la humildad, tanto de cuando ella nos permea plena y totalmente en la oración, cuanto de cuando se nos escapa, perdiéndose en nuestra oscuridad.
Pese a que hay tantos modos de orar como seres en esta tierra, hay algunos que misteriosamente hemos sido seducidos por una manera peculiar de dialogar con el Amado. Él mismo nos ha seducido a eso que desde antiguo se conviene en llamar "oración contemplativa". A eso que hoy, y sin entrar en abstrusas definiciones, podemos llamar simplemente "silencio". La humildad es aquella disposición del alma y de toda nuestra entera persona que nos lleva al silencio. Pero no solo eso, es aquello que nos mantiene en el silencio. Es más, se nos aparece como el fin de toda oración silenciosa, pues orar calladamente en su más alta perfección es lo mismo que estar con el Amado –aunque sea en enigma, sombra y espejo, como también decía San Pablo (1 Cor 13, 12)–.
Esta definición preliminar, en la que he puesto a la humildad como principio, medio y término de la oración –y así, como principio, medio y término de toda nuestra relación con Dios– no nos dice, sin embargo, qué sea eso de la disposición humilde. Para esclarecer un poco la cosa, me gusta figurarme que la disposición humilde es idéntica a la disposición a confesar, siempre que esta sea genuina, que brote de lo más profundo de un corazón que se sabe herido por el pecado, la impotencia; la finitud.
Imaginemos cuando sabemos que hemos herido a alguien que amamos. Imaginemos ese preciso momento en que damos cuenta de nuestro error, de nuestra falta, de lo que sea. Imaginemos ese instante en el que, ya confesados, miramos el rostro del otro. Ahí, de frente y en pie, esperamos una respuesta. Y esa espera no puede sino ser silenciosa, humilde, por dos motivos. Primeramente, porque aún cuando nuestro agraviado nos negase su perdón, nos sabríamos merecedores de su negativa sin más que objetar. En segundo lugar, porque si nuestro agraviado nos lo concede, nos sabemos frente al enmudecedor y tremendo misterio del Amor, ese que no lleva las cuentas del mal y disculpa siempre (1 Cor 13, 6-7).
Por eso, decía, la humildad es como la confesión: estar dispuestos a mostrarnos en todo lo que somos ante Dios, a abrir nuestras entrañas sin menoscabo, sea lo que sea que brote de nuestros corazones, tan usualmente ennegrecidos por la falta; estar dispuesto a sentarse junto a Dios para decir, en silencio, "Señor, esto soy, esto hago", y nada más.
Y esta nueva descripción sí que nos puede permitir entender ya de mejor modo por qué la humildad es principio, medio y término de toda nuestra oración silente. Principio, por cuanto al abrir el corazón, no podemos sino esperar la respuesta amorosa del Amado. Medio, porque la humildad es, quizás, lo único que nos permite ser mudos ante Dios en toda su dimensión. Fin, por cuanto la tarea de nuestra vida es ser como el candil metido debajo de la cama, que ha sido escondido solo para ser descubierto (Mc 4, 21-23).
No pocas veces ocurre, y así decía arriba, que la roca de la humildad se desmorona: entonces nuestra lengua clama por todo menos por Dios, nuestro corazón se endurece y, finalmente, nuestra mente se infla con mil insinuaciones, ideas y trampantojos que ya no son confesión, sino excusa, trueque y comercio con el Amado. Ya lo enseñaba Ignacio: quien pierde la humildad pierde con ella la consolación.
Deshilachar este misterio sería lo mismo que averiguar qué hay en nosotros que nos lleva a alejarnos de Dios. Y vano atrevimiento sería querer desvelar estos enigmas. Sin embargo, una cosa es deshilachar la madeja oscura de nuestras voluntades e intenciones y otra bien diversa localizar y describir algunos de esos momentos en los que, afortunadamente, parecemos comprender la causa de nuestra falta de humildad. Siguiendo esto –y, repito, no escribo con las luces de la teología– creo que hay algunas causas fácilmente reconocibles por todos y cuya elucidación bien puede servir como estímulo, aliento y soplo para esos momentos en que andamos sin cimientos.
Pablo entiende que la Cruz, o la humildad, es escándalo, locura y necedad. Concretamente, nos dice que aquellos quienes no se abren a ella son judíos y griegos. Independientemente del contexto sociopolítico en el que redactó sus epístolas, es interesante detenernos en cómo describe a unos y otros: los judíos, dice, son aquellos que buscan señales; los griegos, dice, son aquellos que buscan saber. Y yo creo que cuando devenimos griegos y judíos entonces la humildad nos parece escándalo y corremos a escalar a alturas donde ya no está Dios, sino nosotros mismos.
Somos griegos cuando deseamos saber. Y esto ocurre de muchas maneras. Por ejemplo, ocurre que, cuando andamos ahogados en la culpa, buscamos razones para nuestros actos. Estas pueden ser externas, como cuando decimos que esta o aquella circunstancia nos ha llevado a obrar de esta o aquella manera. Pueden ser interiores, y esto ocurre cuando encontramos en nosotros un cúmulo de indiscernibles voluntades, o acaso de modos de pensar y sentir desconocidos para nosotros e incluso ajenos a nuestra voluntad de obrar. Pues bien, la Palabra regala dos experiencias que nos enseñan cómo el hombre es capaz de reconducirse desde esta actitud "griega" para descansar humildemente en el seno de su Amado.
La primera es la que le acontece a Job. Siempre me ha fascinado ese texto. No solo por el desmedido escarnio y tenebroso sufrimiento al que es sometido nuestro protagonista, sino por ese curiosísimo encuentro de filósofos, de griegos, de esos que desean saber sin término. Estos ilustres se muestran totalmente incapaces de encontrar la razón que permita explicar la causa de los pesares de Job. Es más, en su agónica e infructuosa búsqueda de conocimiento, llevan a Job a su límite, a su último límite: la afrenta, el grito desesperado ante Dios. Me parece que en esta protesta hay ya abundancia de humildad: porque Job no busca ya saber por qué, sino que se desgarra ante Dios, abierto en todo su sufrimiento, en toda su desesperación y hasta en toda su natural rabia.
Y aquí no termina el asunto, pues el Amado le ofrece una respuesta en la que lo invita a sumirse más y más en ese grito humilde: "¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra? Dilo, si tanto sabes y entiendes" (Job, 38, 4). Mediante esta sentencia apabullante el Amado nos coloca ante el Misterio tremendo que es nuestra existencia, hecha de eventos y circunstancias que, sean conocidas o no, son siempre y en todo caso indisponibles para nosotros. De otra manera: nos dice que somos impotentes, que somos nada en comparación con la divina Voluntad, Voluntad que ha puesto los cimientos de nuestra tierra y del universo entero. Y una sentencia tal haría temblar a los gentiles; en cambio, a nosotros caminantes, nos colma de paz, por cuanto sabemos que la divina Voluntad no es más que su Amor, que se va desgranando y desplegando en cada acontecimiento de nuestra vida de modo misterioso, nos guste o no.
Aplicando esto a nuestro asunto, orar humildemente es, así, mostrar abiertamente nuestra impotencia para que el Amado nos susurre que bajo toda protesta y desesperación hallaremos un Misterio enorme que no es otro que su Amor. Por eso, creo yo, si andamos a la búsqueda de saber, de razones, de explicaciones, no dejamos lugar ni espacio para recibir esta invitación al Misterio.
La otra experiencia que deseo reseñar está, de nuevo, en las cartas paulinas. Aquí, nos colocamos frente a un texto sutil, de difícil discernimiento. San Pablo, hombre de salvaje interioridad, se parte el cráneo y el corazón buscando en sí las razones del pecado. Buscando esas razones interiores, un proceso tan habitual en nosotros y en el que deseamos justificar nuestra obra considerando que "somos así" y que, además, "queremos ser de otro modo". ¿No toma nuestra oración esta forma la mayoría de las veces? Por ejemplo, veo que podría hacer más por mis hermanos, y ruego a Dios que me conceda la fuerza para ello; veo que me distraigo con facilidad, y ruego a Dios que me centre y recoja mi dispersión.
Estos actos de súplica y ruego, por muy loables y ricos que puedan ser, esconden empero el afilado destello del pecado, y las reflexiones de Pablo en torno a la Ley nos muestran cómo puede ser eso. "Es verdad que, si descubrí el pecado, fue solo por la Ley. Yo realmente no sabía lo que era el deseo hasta que la Ley no dijo: "No desearás", y entonces el pecado, tomando pie del mandamiento, provocó en mí toda clase de deseos" (Rom 7, 7-8). ¿Cómo es que la Ley induce al pecado o, en sentido inverso, como es que el pecado echa sus raíces en la misma Ley? Cuestión espinosa, cuestión para filósofos.
Pero Pablo nos tiene preparada una respuesta que haría enmudecer a cualquier filósofo: sobre esta Ley, que es Ley de y para la carne, hay otra, la del Espíritu y nosotros debemos atender solamente a esta última, queriendo saber poco o nada de la primera. Lo que quiere decir tan bello texto no es sino que hemos de tomar plena conciencia de nuestra carne, de nuestro pecado, y que sabernos pecadores es ya inmediatamente seguir la Ley del Espíritu. Con otras palabras: para servir a Dios, nos basta con reconocernos pecadores, eso y solo eso.
Justamente por ello, decía que en nuestros deseos y ruegos de "ser de otro modo" puede anidar fácilmente el pecado. Porque en estos actos no nos contentamos con sabernos carnales y falibles, sino que nos empeñamos en modificar la misma Ley de la carne, esa que nos hace pecadores. Como si, queriendo apagar un fuego, arrojásemos gasolina. Entiéndase bien: no es esto una apelación al quietismo ni nada que se le parezca, solo vuelve a ser una constatación de nuestra impotencia, del hecho de que las raíces de nuestro pecado son tan hondas que jamás podremos alcanzarlas y erradicarlas por nosotros mismos; que si no es en el Amado, todo se nos imposibilita. Aplicado esto a nuestro asunto, orar humildemente es primero y únicamente decir "somos así" dejando todo el espacio para que sea la Voluntad única de Dios la que nos haga "ser de otra manera"; así, cuando deseamos ser más buenos, más humildes o más perfectos, anteponemos una voluntad, la nuestra –tan aquejada de intenciones oscuras–, a la de Dios, única garante y rectora de la genuina Ley.
Detengámonos ahora en los judíos, aquellos que buscan señales o acaso prodigios. Las más de las veces nos parece que nuestra oración es nada si en ella no ha acontecido el prodigio, lo mismo cuando acudimos a la Eucaristía. Y es que nos parecen señales inequívocas de que hemos orado "bien" esos momentos en que nos sentimos consolados o esos momentos en que nos sentimos desolados. En general, bien podemos decir que nos parece correcta oración aquella en la que aprehendemos la Presencia viva del Amado en nuestras entrañas, independientemente del modo en que esta se manifieste.
Si bien todo esto es señal inequívoca de la acción santificante del Espíritu en nosotros, haremos mal en reducir toda nuestra oración –y toda nuestra disposición a la misma– a estos afectos. Como decía arriba, la humildad silenciosa es como una espera, como ese momento en que el agraviado aún no nos ha dirigido la palabra, aún no nos ha regalado su misericordia. ¿Por qué habría de regalárnosla? La oración humilde, que es la oración contemplativa, se nos suele ofrecer –de hecho– vacía de todo esto: es desierto, erial, espera silenciosa que descansa en el ensordecedor Silencio divino. Por eso, cuando creemos que orar estriba en sentir las mociones del Espíritu en nosotros nos convertimos en Tomás y decimos "Tengo que verle en las manos la señal de los clavos; hasta que no toque con el dedo la señal de los clavos y le palpe con la mano el costado, no lo creo" (Jn 20, 25-26).
La humildad en toda su dimensión nos invita a la fe, a ese salto tremendo en el que dejamos a Dios atravesar como un rayo nuestra misma intimidad para que llegue a lugares más hondos, más desconocidos, indiscernibles e incomprensibles, más allá de nuestros afectos, más allá de nuestra carne. Hasta que, movidos por su mano, descansemos en ese no se qué que nos vivifica.
* Juan Carlos Fernández: Amigo de la casa y hermano en la fe. Vive en Granada, España. Es doctor en Filosofía. Practica, desde hace años, la oración contemplativa.
Un hermoso texto querido JuanCa, gracias por compartirnos de tu experiencia que sin duda es luz para nuestro caminar y para todos los que nos sentimos necesitados del Amado que habita en el silencio.